viernes, 11 de enero de 2013

Por y para Ernestina Salcedo Pizani


Las clases de Literatura Española II, entre octubre de 1980 y junio de 1981, los jueves por la tarde, en un reducido salón de clases del piso 5, módulo 4, del Edificio de Aulas de la Universidad Católica Andrés Bello empezaban, invariablemente, con un rito inusual en esta casa de estudios. Sobre el escritorio había siempre una rosa que traía sin falta Marielena Mestas Pérez del jardín de su casa en Vista Alegre. La profesora entraba y entendía a la perfección aquel maravilloso guiño que ella respondía con igual cariño y afabilidad. Nunca se interrumpió ese rito cada jueves por la tarde. Si manos angelicales habían cortado la rosa, despojándole de espinas el tallo y sembrando sus pétalos de sueños juveniles, manos gráciles de principado la tomaban con la serena mirada de quien conoce los aromas del mundo. Ernestina Salcedo Pizani aspiraba el suave perfume de la flor y así comenzaba la clase, que nos llevaba a enternecernos con el planto de Nemoroso en las églogas de Garcilaso, a seguir los caminos del Quijote y Sancho, llenos de simple actualidad, a rezar sensualmente con santa Teresa, a buscar pistas de trascendencia en fray Luis de León y san Juan de la Cruz, y complejas profundidades en Góngora y Quevedo, pero sobre todo a emocionarnos por una manera de ser que quizá pudiera tildarse de “estudiantes de letras” para luego ser, plenamente, “mujeres y hombres de letras”. Y para ello qué mejor bordón que las manos expertas de Ernestina Salcedo Pizani, gran dama de las letras.

Cuando Marielena Mestas me pidió que hablara en esta ceremonia me solicitó que lo hiciera como el alumno de Ernestina que fui. Pasados más de 30 años de aquellos días tal vez iniciáticos, creo haber olvidado muchas de las lecciones que pomposamente se llamarían “contenidos curriculares”, pero quedan frescas de aquellas clases (que comenzaban en la UCAB a las cuatro de la tarde y con mucha frecuencia terminaban bajo las estrellas en la casa de Ernestina en la cercana urbanización de Montalbán), el cariño, la dulzura, la sonrisa, esa manera tan suya de aproximar a su estudiantes de todos los tiempos a la literatura. No asumió sus clases como un huero compromiso ineludible y rutinario, sino como una cita maravillosa, cada día, cada semestre, cada año académico, con un grupo de personas únicas e irrepetibles, ávidas de ser conducidas por los caminos del saber literario, en el que ella tenía valioso mester.

Me sorprendía, estudiante a veces ingenuo, el cariño con que tantos alumnos le prodigaban a Ernestina: muchachas y muchachos de cursos superiores iban a saludarla a nuestro salón y ella, como si fueran sus más dilectos hijos, les devolvía con creces el afecto. Maravillosa manera de atraer con gotas de miel, antes que con vasos repulsivos de vinagre.

Una vez Ernestina me retó sin proponérselo. Fue cuando me dedicó su bello libro Yaubrala. Puso, con ese hermoso estilo caligráfico que la distinguía, “Para Horacio, a quien nunca quisiera defraudar”. Mis 19 años, llenos de juvenil envanecimiento, se sintieron empequeñecidos y desde entonces releo siempre esas palabras –a veces con el horror de la vaciedad de la vida propia- de la siguiente forma: “para Horacio, de quien espero que nunca me defraude”. A finales del año pasado sostuve una larga conversación telefónica con ella y me sorprendió la cantidad de detalles que guardaba en sus recuerdos de nuestra relación de maestra, en toda la completitud del sublime término, y de alumno (no me atrevo a decir “discípulo”).

Los libros de Ernestina, que con tanta frecuencia solía prestarnos, mostraban en sus páginas decenas de anotaciones suyas, a veces en varios colores (palabras, frases, remisiones, signos de exclamación o de interrogación). Leerlos era no sólo seguir a sus autores, sino la oportunidad de seguir con provecho las interpretaciones, reelaboraciones, síntesis y explicaciones de su generosa dueña. Así, en realidad, se leían dos libros: el del autor original y la versión marginal de una experta lectora y acuciosa investigadora. Por ello, disfruté reviviendo recuerdos cuando, de la mano de José Rafael Frías Acosta, dilecto amigo, revisé el currículum de Ernestina Salcedo Pizani para la presentación y sustentación de su candidatura a la Academia Venezolana de la Lengua.

El 5 de diciembre de 2011, la Academia Venezolana de la Lengua eligió a Ernestina su individuo de número para el sillón la letra C, que nunca llegó a ocupar en forma corpórea, sino espiritual; porque todos olvidamos que esa C era la del cariño, de la calidez, del camino eterno de Santiago al que la maestra nos animaba, del cielo infinito que nunca se acaba, el caballete que nos recordaría la imagen de Dª Ernestina Salcedo Pizani como continua presencia continuada. Olvidamos quizá que es la letra que confunde los sonidos oclusivos y fricativos. Ernestina seguirá, sin duda, como una fricción o vientecito suave pero constante de excelsitud y majestad: la gota minúscula que horada la piedra. Cuando ocurrió la elección, sentí la tentación no de pedirle, sino de suplicarle casi, al señor presidente de la corporación, el Dr. Francisco Javier Pérez, que me cediera su puesto (porque en mi concepto a él y sólo a él, como máxima voz de la Academia, le correspondía hacerlo) para darle la bienvenida a la nueva numeraria, valga decir no sólo a una de mis profesoras más amadas de las aulas ucabistas, sino a una de las docentes más queridas de muchas instituciones y de muchas generaciones, a una verdadera maestra, cuya efímera asociación a la Academia Venezolana de la Lengua será para siempre gloria y lustre de la corporación.

En el ingenuo supuesto de que Javier me hubiera cedido el honor, que por la distinción de la recipiendaria le correspondía a la alta investidura que sobre él recae, había pensado entonces iniciar mis palabras el 23 de abril, fecha prevista parta la incorporación de Ernestina, repitiendo y rememorando el rito de la rosa, como lo hago ahora, cancelada (con c de cielo) esa ceremonia (con c de cariño). Quería entregarle a Ernestina, en el paraninfo del Palacio de las Academias, una rosa porque no concebía otra manera de estar ella y con ella, de ser ella y con ella, toda rosa en su perfume más elevado.

Ernestina, con frecuencia, probablemente para aburrimiento de mis compañeros, me pedía que leyera largos fragmentos en sus clases. Ahora, tantas rosas después, añejos sus pétalos, cascada en consecuencia la voz, vuelvo a leer en este recinto universitario, para decirle, con mi pequeñez frente a ella, que la maestra nunca me defraudó y que, por mandato divino, nunca podrá hacerlo ni a sus eternos alumnos ni a sus pares intelectuales, como tampoco a sus amigos, a su lectores ni a sus colegas académicos.

Ernestina Salcedo Pizani evocará por siempre en los lectores de sus libros y trabajos la sabiduría de una experta investigadora y la elevación de una extraordinaria escritora, y en quienes tuvimos además la dicha y la bendición de conocerla y tratarla la imagen perfecta, la personificación, de las moradas más sublimes.

Horacio Biord Castillo
San Antonio de los Altos,
Gulima,
a 11 de febrero de 2012

Palabras pronunciadas en la misa por el sufragio de Dª Ernestina Salcedo Pizani celebrada en la capilla del Santísimo de la parroquia universitaria “María: Trono de la Sabiduría”, en la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, el 11 de febrero de 2012, a un mes de su fallecimiento.

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